jueves, 5 de agosto de 2010

El aborto y la primavera

Apenas pongo el título de este post -y escribo antes el título porque ya sé, o al menos tengo una idea, de lo que voy a escribir (Metodología de la lectoescritura)- se me ocurre que las palabras tienen tanto dolor y tanta dicha como sepamos dárselas (Más allá de las palabras).

Hay poetas que eligen un sustantivo terrible y otro suave, y el resultado es una gloria, una gloria, digo, de belleza y desolación (Antonio Machado y Miguel Hernández. Poetas luchadores y mentores de conciencia).

Pienso en el Eliot de “Tierra baldía” (Sobre el peso del humor negro en “Asesinato en la Catedral” de T. S. Eliot):

“Abril es el mes más cruel;

engendra lilas de la tierra muerta,

reúne memorias y olvidos,

mezcla flores muertas con raíces primaverales”.

O, más cercano a nosotros, el Neruda torrencial de “Tango del viudo” (Pablo Neruda):

“Perra, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de rabia

mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre…

¡Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,

y qué desamparados me parecen los nombres de los meses,

y la palabra invierno, qué sonido de tambor lúgubre tiene”.

-Pido perdón si la memoria me falla y rellena a gusto con algún adjetivo, me parece que en la cita de Neruda algo no está bien- (La Memoria).


Y ahora sí viene una pequeña narración llamada:

El aborto y la primavera

En la Argentina el día de la primavera (Primavera Roja) y el día del estudiante son el mismo, el 21 de septiembre (La vida del Estudiante).

Cuando estaba en el colegio secundario, esperaba junto con mis amigos ese día como quien espera un regalo, un tesoro.

Nosotros, que nos aveníamos bastante mal con las convenciones de “fiestas de guardar”, amábamos, sin embargo, el picnic de festejos en el parque, e íbamos cantando, llenos de canastas y felicidad, el himno del estudiante, que decía algo así como “los que lo son, los que lo fueron antes/ los que por siempre tienen de estudiantes/ para toda la vida el corazón”. Cuando llegábamos allá sacábamos un viejo mantel, unas botellas de refresco, unos sándwiches que habíamos hecho preparar a nuestras madres, y también, lo recuerdo, un libro de versos concurrente asiduo de todos esos picnics.

Pero aquel último año del secundario, los cuatro amigos no íbamos a ir a festejar: una de las chicas -la otra era yo- había quedado embarazada.

La desesperación había sido mucha; casi no pensábamos en si estaba bien o mal o más o menos o depende: nos habíamos parado durante días en el centro de la ciudad, pidiendo a quien pasara colaboración para la el viaje de fin de año, con lo que habíamos reunido la cantidad suficiente de dinero como para que un médico -conocido, eficiente, carísimo- le realizara a Ana un aborto.

Quedaba una cuestión a resolver: ¿cuándo lo haríamos? ¿Cómo íbamos a ausentarnos para acompañar a Ana durante todo el día, sin dar explicaciones a nuestros padres?

Nuestro brillante y joven ingenio lo resolvió muy fácilmente: sacrificaríamos el día del estudiante, lo pasaríamos entre el consultorio del médico aquel y la casa de un amigo mayor, amigo de nuestras luchas, de nuestras reivindicaciones sociales, y muy “pata”: nos dejaba la casa todo el día para nosotros solos, para mejor atención de Anita.

Nuestras madres prepararon manjares para aquel día, ya que era la última primavera que festejábamos juntos -como dije, era el último año del secundario- y nosotros salimos con nuestras canastas, en la mañana más transparente del mundo, rumbo no a la primavera sino al consultorio del doctor.

Ahorro algunos dolorosos detalles; sólo diré que empezamos a pensar, los cuatro, en el significado de lo que estábamos haciendo, tal vez no teníamos de verdad otro remedio, y que la tristeza nos invadió. Nos pasamos toda la tarde, hasta la noche, en la casa-guarida de internación.

Ana tenía, a la hora del crepúsculo, un color gris y una melancolía que ya nunca le pudimos arrancar. Su novio, uno de los cuatro amigos, sacó de una de las canastas el libro de poemas que siempre llevábamos al picnic, que no era otro que Veinte poemas de amor y una canción desesperada, y leyó:

“Desde el fondo de ti y arrodillado

un niño triste como yo nos mira.

Por esas manos hijas de tus manos

tendrían que matar las manos mías, etc, etc.”…

…Neruda también servía para esto…

Envío

El miércoles pasado estaba tan descompuesta que no pude escribir en este blog. A cambio, mis compañeros de Monografías, solidarios -lo son siempre-, hicieron un refrito con algún antiguo post mío, y me salvaron. Pero aunque me sabía “en falta”, ante algunas críticas y algunos silencios, primero me sentí muy dolida. Después, con ayuda de lo que con tanto amor escribió Freddy Ponce, sin dejar de hacer su crítica, sentí que, en realidad, el silencio y los “reproches” eran el mayor halago que jamás me habían hecho, y que agradezco de corazón.

No me olvidé de ninguno de ustedes todavía, pero quiero mandar un especial saludo a Freddy; también, a Joise, solidario e incondicional, a Fabu, Celestino y José, que eternamente me acompañan. Les pido perdón por todo lo que no puedan entender de mis invenciones de palabras: pídanme explicaciones, a veces ni yo sé, pero trataré de entenderme por ustedes.

En cuanto a mi pequeña narración de hoy, ¿qué opinan del aborto? (¡cómo suena terrible esa palabra!). Personalmente sigo creyendo que la Ana adolescente, a pesar de la tristeza que le quedó, no hubiera debido tener a ese bebé, para ella y el niño la vida hubiera sido excesivamente dura.

Abrazos y besos para todos, pero todos, digo…

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